jueves, 12 de junio de 2014
miércoles, 11 de junio de 2014
Gritos en la casa
La puerta de pesada madera maciza, oscura, de
herrajes oxidados y con signos de que hacia mucho no era abierta no fue
impedimento para que entraran, a pesar que el largo y penoso repecho que habían
caminado para llegar hasta ella los hubiera agotado. Bruno y Ana, agotados, decidieron
quedarse afuera esperando. En tanto Diego y Andrea trataban de abrir la puerta,
empujaron con fuerza varias veces hasta que cedió y pudieron entrar, antes de
poder ver algo el olor a humedad los golpeó en el rostro. El salón estaba en
penumbras, la luz que se colaba por la puerta que habían dejado abierta apenas
dejaba ver las siluetas de los viejos muebles. Parados unos metros más adelante
dejaron pasar unos segundos en completo silencio, se miraron directo a los
ojos, él creyó ver dibujado en la celeste mirada de ella el temor que sentía en
ese momento. Dieron unos pasos en puntas de pie como tratando de no despertar a
nadie, pero el crujir de las derruidas tablas del piso ya delataban su
presencia, paso a paso el murmullo de los tablones se iba apagando detrás de
ellos.
De repente un grito sordo que parecía provenir
de las habitaciones de arriba les helo el cuerpo, se tomaron de las manos
decididos a seguir adelante. El ya ni miraba a los ojos de ella, a medida que
avanzaban la penumbra les iba ganando.
A tientas llegaron a la escalera, al tomarse
del pasamanos notaron la fina capa de polvo que lo cubría todo. Encendieron la
linterna, los tapices sucios, los cuadros torcidos, telas de araña por todos
lados. A medida que subían el corazón les palpitaba más fuerte. El miedo que
tenían no les permito notar que el sonido de su respiración se confundía con la
de alguien más.
Súbitamente la pesada puerta del frente se cerró,
desde afuera sus amigos que los esperaban solo escucharon sus gritos. Asustados
salieron corriendo ya oscuras por el camino de piedras sueltas, nunca más
supieron de ellos.
viernes, 6 de junio de 2014
lunes, 2 de junio de 2014
La penúltima
Cuando por fin Hugo murió nadie se extraño, es que desde
hacía mucho que el viejo venía jugando los descuentos y ya nadie, ni siquiera
el mismo, se acordaba los inviernos que traía encima.
Después de unos días que no se lo veía en el frente de su
casa barriendo las hojas secas sus vecinos comenzaron a sospechar. Después de
muchas dudas, nadie se atrevía a entrar a la casa, hasta que por fin dieron con
un sobrino que vivía en el pueblo más cercano.
La alfombra de hojas amarillas y rojas teñía el patio, el
sobrino no necesito forzar la puerta, esta estaba cerrada pero sin el cerrojo
puesto, con él iban dos vecinos cercanos, los que se animaron a entrar. Todo
parecía en orden, las cortinas entreabiertas dibujaban rayos que se colaban por
las ventanas, en la estufa quedaban restos grises de brasas, el tic-tac del
reloj era los único que se llegaba a escuchar.
Al llegar al dormitorio lo vieron, inerte y frío con la
blanca melena apoyada en la almohada y los ojos azules mirando al techo, ya
nada había por hacer, descansaba en la cama con la foto de esposa entre los
dedos helados.
Para el mediodía la noticia ya se sabía en todo el pueblo.
su hijo, con el que hacía años no se hablaba y sus nietos llegaron para la
tarde.
El médico le cerró los ojos con la palma de su mano,
mientras conversaba con sus nietos escribía algo en un papel y les explicaba
los por menores burocráticos del caso. Antes que terminara de hablar todos se
sorprendieron al ver que volvía a tener los ojos abiertos. El médico los
tranquilizo diciéndoles que era un acto reflejo y se los volvió a cerrar.
Los de la funeraria le pusieron el único traje que tenía, se
lo acomodaron lo mejor que pudieron, le hicieron el nudo de la corbata y lo
maquillaron un poco. Como era costumbre lo velaron en su propia casa. Muchos
pasaron a saludar a la escasa familia, otros solo lo hicieron para ver la
desconocida casa por dentro.
A la media noche el tumulto de gente hacía que el calor de
la sala fuera insufrible, a pesar del invierno reinante en el exterior tuvieron
que abrir las ventanas. Unas vecinas atentas se acercaron al cuerpo y le emprolijaron un poco la ropa, el viejo traje no lograba
mantener la línea y las arrugas comenzaban a aparecer, el pañuelo del bolsillo
estaba medio salido.
Para las tres de la mañana los pocos que quedaban no notaron
la cara de cansado del finado y menos aún lo desalineado de la corbata. Sería
tal vez que se paso toda la vida con cara de enojado que parecía como fastidiado,
se sabe que los velorios no son algo divertido, pero que el aburrido sea el
muerto no era algo común.
A la mañana, cuando llegaron nuevamente los de la funeraria
para llevárselo encontraron el cajón vacío, la corbata tirada y una nota que
decía “Perdonen, me aburrí de esperar, estaba incomodo, la corbata me apretaba
y además todavía no ha llegado mi hora de partir”. Nadie lograba entender lo que había ocurrido,
pensaron algunos que sería la mala broma de alguien, la familia apenada busco
el cuerpo por todos lados, el comisario en el único patrullero del pueblo
escudriño por cada rincón del lugar sin llegar a encontrar nada.
A los días su familia volvió cada uno a su lugar, con el
tiempo la gente se fue olvidando del tema y Hugo paso al olvido.
De vez en cuando alguno viene con la noticia que se
encuentra con alguien muy parecido a Hugo, sin corbata, con el traje arrugado,
acodado en algún boliche tomándose la penúltima.
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