La puerta de pesada madera maciza, oscura, de
herrajes oxidados y con signos de que hacia mucho no era abierta no fue
impedimento para que entraran, a pesar que el largo y penoso repecho que habían
caminado para llegar hasta ella los hubiera agotado. Bruno y Ana, agotados, decidieron
quedarse afuera esperando. En tanto Diego y Andrea trataban de abrir la puerta,
empujaron con fuerza varias veces hasta que cedió y pudieron entrar, antes de
poder ver algo el olor a humedad los golpeó en el rostro. El salón estaba en
penumbras, la luz que se colaba por la puerta que habían dejado abierta apenas
dejaba ver las siluetas de los viejos muebles. Parados unos metros más adelante
dejaron pasar unos segundos en completo silencio, se miraron directo a los
ojos, él creyó ver dibujado en la celeste mirada de ella el temor que sentía en
ese momento. Dieron unos pasos en puntas de pie como tratando de no despertar a
nadie, pero el crujir de las derruidas tablas del piso ya delataban su
presencia, paso a paso el murmullo de los tablones se iba apagando detrás de
ellos.
De repente un grito sordo que parecía provenir
de las habitaciones de arriba les helo el cuerpo, se tomaron de las manos
decididos a seguir adelante. El ya ni miraba a los ojos de ella, a medida que
avanzaban la penumbra les iba ganando.
A tientas llegaron a la escalera, al tomarse
del pasamanos notaron la fina capa de polvo que lo cubría todo. Encendieron la
linterna, los tapices sucios, los cuadros torcidos, telas de araña por todos
lados. A medida que subían el corazón les palpitaba más fuerte. El miedo que
tenían no les permito notar que el sonido de su respiración se confundía con la
de alguien más.
Súbitamente la pesada puerta del frente se cerró,
desde afuera sus amigos que los esperaban solo escucharon sus gritos. Asustados
salieron corriendo ya oscuras por el camino de piedras sueltas, nunca más
supieron de ellos.
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